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FAUST
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Por Claudio Ratier

Apéndice II: Un tal Johann Faust

Realidad, ficción, imprecisiones e ideas que con los siglos cobraron carácter simbólico, giran alrededor de la figura de Faust.

En la aldea de Knittlingen (hoy parte de Baden-Württenberg), se dice que hacia 1480 nació un alquimista llamado Johann Faust, muerto supuestamente en 1540 en Staufen im Brisgau a causa de una explosión en su laboratorio; por aquel entonces la ciencia era asimilada a la brujería y, para ser justos, pensemos que el pobre Faust habrá volado por los aires debido a un error de cálculo en las dosis de los compuestos químicos, o en los tiempos de ebullición, antes que por obra de Lucifer. Lutero sabía de su existencia y aseguraba que dominaba los poderes diabólicos, y Melanchton dijo verlo acompañado por dos perros que en realidad eran demonios.

La historia de Faust siempre fue leyenda y en la ciudad de Frankfurt, un librero llamado Johann Spiess publicó en 1587 un volumen anónimo sobre este personaje. Le siguieron otras versiones que a pesar de la baja calidad literaria, tuvieron mucho éxito. Tanta fue la repercusión, que en 1592 el dramaturgo isabelino Christopher Marlowe (1564-1593) escribió su pieza La trágica historia de la vida y muerte del Doctor Faust: se considera que es esta la primera incursión literaria de calidad en el tema. Al igual que en la edición de Spiess, Faust es condenado al infierno. Mucho más tarde, el primero en rescatarlo de la condenación fue Gotthold Ephraim Lessing, en un drama de 1760 que solo se conoce parcialmente. Goethe también lo redimió y fue su monumental poema, que consta de un Faust primordial (1790), seguido por una tragedia dividida en dos partes (1808 y 1832, edición póstuma), el que se impuso a todas las demás versiones concebidas en torno a la leyenda. Mucho más tarde, Thomas Mann dio a conocer en 1947 su novela Doktor Faust, historia de un músico que entrega su alma al diablo: metáfora de una época en la que algunos artistas alemanes hicieron concesiones al nazismo.

Hablemos del tópico mencionado: el paso de Faust de la condena a la redención. En una edición en castellano de la pieza de Marlowe (La trágica historia del Doctor Fausto, Ediciones Renglón, Buenos Aires 1985) se incluye un prólogo escrito por François-Victor Hugo (hijo del autor de Los miserables) a la primera edición francesa, traducido por él mismo a nuestra lengua para la primera edición española. Sus palabras se refieren a este punto.

La tradición asimila al Doctor Faust a algo inexplicable y tan extraño como diabólico. Hacia 1460 (aquí hay una contradicción, si es cierto que el personaje nació en 1480; o si simplemente nació) un tal Johann Faust, de Mainz, se apersonó ante Luis XI de Francia con un regalo: una magnífica Biblia, hecha por él mismo con el propósito de ofrecérsela al monarca. El rey se deslumbró ante la precisión y la prolijidad de la caligrafía, la calidad en los trazos, la asombrosa semejanza entre iguales caracteres, verdaderamente idénticos entre sí, y preguntó cuál era el secreto para llegar a semejantes resultados. Faust le respondió que todo el secreto estaba en su infinita paciencia. Solicitó permiso al rey para instalarse a vender sus biblias en París y obtuvo el sí de inmediato. Los libros se vendían rápidamente, el stock se agotaba y, misterio indescifrable, era repuesto a la mañana siguiente. Para mayor asombro, al ser comparados con los anteriores los nuevos libros eran idénticos y se reproducían a una velocidad inconcebible. Pero los monjes parisienses, que en su tarea de escribir y producir sus libros tardaban meses, o años, se encontraban con que un alemán recién llegado les arruinaba el negocio. ¿Qué explicación cabía? Que se estaba ante un caso de intervención diabólica y la herejía se daba por partida doble: el libro increíblemente reproducido no era otro que aquel que revela la palabra del Señor.

Faust fue condenado y encerrado en un calabozo. Cuando lo fueron a buscar para quemarlo vivo, el lugar estaba desierto. Nadie se imaginaba cómo podía haber escapado. Luego reapareció en Mainz, donde su laboratorio continuaba con la fabricación de biblias, ayudado por obreros que le habían jurado no contar el secreto. Con los monjes de Mainz sucedió lo mismo que con los de París, salvo que estos decidieron tomar por asalto su laboratorio. Todo fue destruido. Entre otras cosas, prensas gracias a las cuales los textos aparecían estampados en hojas de papel, como si se hubieran escrito solos, y planchas en las cuales, por obra de Satanás, las letras estaban al revés y las oraciones de las Sagradas Escrituras alineadas de derecha a izquierda.

Pero los ayudantes lograron huir y vociferaron por Europa el secreto de su maestro: la invención de la imprenta. Aquella vez, los hombres de la iglesia tampoco pudieron apresar al escurridizo trabajador gráfico. (No importa si todo esto es o no verdad, pero algo innegable es la simetría con el autor de nuestro Fausto criollo, que también poseyó uno de esos artefactos capaces de reproducir libros en cantidades vertiginosas.)

Además, se refiere que Faust era médico, astrólogo, matemático, boticario, hombre de mundo. Un pensador que dudaba y, si dudaba, también podía dudar de Dios y recurrir a fuerzas diabólicas. También se cuenta que por la noche, en una encrucijada en un bosque de Württenberg, invocó al demonio, que luego de presentarse bajo diversas formas lo hizo bajo la de un monje llamado “Mephisto”. Mediante un pacto firmado con su propia sangre, el Doctor le entregó su alma a cambio de que durante 24 años se colocara a su servicio. Mephisto cumplió. Entre varios pedidos le concedió a la mujer que representa el ideal de la belleza clásica: Helena de Troya. Cumplido el plazo y el día anterior a que el demonio se cobrase su deuda, Faust confesó todo a unos teólogos amigos y les pidió que su cuerpo recibiera sepultura cristiana. Estos entraron a la mañana siguiente a la habitación del doctor, donde lo hallaron mutilado, con sus miembros repartidos por los rincones y los dientes incrustados en las paredes. Juntaron todo y le dieron un entierro piadoso.

La historia de Faust era muy incómoda para el dogma eclesiástico. Con su sistema de rápida reproductibilidad editorial terminaba con la paciente labor de los monjes; y no solo colocaba la Biblia al alcance de quienes pudieran leer, sino toda clase de textos, hasta los prohibidos. No es casual que la cifra de 24 años de placeres concedida por Mephisto a Faust coincida con la cantidad de letras del alfabeto; o con la cantidad de tipos de la imprenta. Dudar de Dios y unirse al ideal de belleza pagana (Helena) sacudía las bases del pensamiento religioso medieval, razón para que autores desconocidos o el célebre Marlowe lo arrojaran al infierno. Invención de la imprenta, polimatía, encuentro de lo medieval con la antigüedad clásica: Faust era un hombre en su tiempo.

Debió transcurrir bastante para que la razón cartesiana se instalase en el pensamiento moderno, la rigidez eclesiástica cediera y Faust encontrase su redención. Estaba en todo su derecho de dudar, creer, descreer, difundir el conocimiento a pesar de la iglesia y lograr la comunión entre los mundos pagano y cristiano. De la unión con Helena (o de ambos mundos), en la tragedia de Goethe nace Euphorion, símbolo del hombre nuevo. En tiempos anteriores, la redención hubiese sido inconcebible: más apropiado y moralizante, era hacer perecer a Faust entre las llamas infernales. Luego de la derrota de Mephisto, Goethe redimió al sabio y lo elevó mediante el “eterno femenino”.



 
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