Comentario
Por Claudio Ratier
Del mármol imperial al desborde burgués
Para hablar de la ópera francesa durante la primera mitad del siglo XIX, partamos del 23 de ventoso del año V; en el calendario republicano francés, esa fecha se traduce como el 13 de marzo de 1797 del calendario gregoriano. Fue el día del estreno en París de
Médée, del italiano Luigi Cherubini (1760-1842). Con su espíritu gluckiano supo corresponder a su tiempo y le señaló el camino a otro italiano llamado Gaspare Spontini (1774-1851). Este último fue un representativo compositor napoleónico, que aumentó la nómina de italianos influyentes en el panorama de la ópera francesa, iniciada por Lully en el siglo XVII. Con
La vestale (París, 16 de diciembre de 1807; ese año los franceses dejaban atrás el anticlerical calendario de la Revolución), Spontini hizo su aporte al estilo neoclásico del Primer Imperio. El tratamiento musical, de austera y equilibrada factura que tiene su equivalente pictórico en Ingres o en David, dista del ardor pasional que caracterizaría al Romanticismo venidero. A
La vestale siguió
Fernand Cortez (1809), un buen pretexto para glorificar indirectamente a Napoleón Bonaparte, a través de la figura del conquistador de México; tanto el tema como la intención fueron impuestos por el mismo emperador.
Con un salto en la línea de tiempo que nos sitúa en el 3 de agosto de 1829, nos encontramos con el estreno en la Opéra de París del imponente
Guillaume Tell de Gioachino Rossini, otro italiano muy admirado en aquella, su ciudad adoptiva. Luego de este estreno, el compositor de Pesaro le dijo adiós a la vida teatral, no sin dejar una influencia poderosa en el rumbo inmediato de la ópera francesa; el género que dominó durante las dos décadas siguientes fue el de la
grand opéra.
Finalizado el imperio napoleónico, el nuevo soberano, Louis Philippe, autoproclamado “ciudadano rey”, paseaba por las calles de París vestido de burgués y con un paraguas colgando del brazo. Sin dudas, el monarca comprendía los cambios de su tiempo y que la burguesía en ascenso era cada vez más fuerte. La tolerancia se instaló en lugar de los hábitos represivos, el devenir político se reflejó en el arte y la nobleza retrocedió algunos pasos para dar lugar al nuevo actor social. La alta burguesía pobló el interior de los teatros y en este nuevo contexto se desenvolvió la grand opéra, un tipo de espectáculo muy costoso, deslumbrante en lo visual, efectista, solemne y rimbombante en la música. Con solistas excepcionales, coros fulgurantes y bailes fastuosos, hizo exhibición de un desborde que fascinaba al nuevo público.
El dramaturgo Eugène Scribe (1791-1861) escribió muchos libretos para la
grand opéra y embolsó enormes sumas de dinero. Dos compositores muy representativos fueron Daniel F. Auber (1782-1871) y Jacques Halévy (1799-1862). Pero el rey indiscutido de este subgénero no fue un francés, sino un berlinés llamado Jakob Beer. Hijo de un banquero, había estudiado en Italia y se hizo célebre como Giacomo Meyerbeer (1791-1864). Uno de sus éxitos más resonantes,
Les Huguenots (1836), quedó descartada del repertorio internacional durante casi todo el siglo XX; en nuestros tiempos de rescates, según las estadísticas de Opera Base se cuentan dos producciones, de 2014 a la fecha: una en Nürnberg y otra en la Opéra de Niza. Se la considera un buen ejemplo de la estética musical de su tiempo, producto a su vez de la tolerancia de un pensamiento político liberal que no censuraba las críticas a la nobleza y a los católicos. Estos últimos son retratados en
Les Huguenots como fanáticos que no vacilan en organizar una matanza.