Comentario
Por Claudio Ratier
Apéndice I: Faust y nosotros
Como a eso de la oración,
Aura cuatro o cinco noches,
Vide una fila de coches
Contra el tiatro de Colón.
La gente en el corredor,
Como hacienda amontonada,
Pujaba desesperada
Por llegar al mostrador.
Cantada en idioma italiano,
Fausto se estrenó en Buenos Aires en el antiguo Teatro Colón de la Plaza de la Victoria el 24 de agosto de 1866, con Luigi Lelmi (Faust), Edoardo Benetti (Mefistofele) y Carolina Briol (Margherita), dirigidos por Federico Nicolao. La primera representación en idioma original tuvo lugar en el actual Teatro Colón durante la temporada 1916, con Léon Laffitte (Faust), Marcel Journet (Méphistophélès) y Ninon Vallin (Marguerite), bajo la batuta de Giuseppe Barone. Buenos Aires pudo conocer con el correr del tiempo numerosas producciones.
Los versos que sirven como acápite a este apéndice, abren la segunda parte del poema
Fausto, impresiones del gaucho
Anastasio el pollo en la representación de esta ópera, de Estanislao del Campo (1834-1880). En este clásico de la literatura gauchesca, Anastasio “el pollo” le cuenta a su amigo Don Laguna, todo lo que presenció durante el estreno argentino de la ópera de Gounod en el “tiatro” de Colón. Gracias a la ocurrencia de Estanislao del Campo, nuestra literatura hizo su aporte a un tema en el que poetas, dramaturgos, novelistas, músicos y pintores dejaron su marca durante cuatrocientos años, sumados los cineastas del siglo pasado. Del Campo poseía un artefacto que en otros siglos se habrá visto como invención diabólica: una imprenta. En ella imprimió su
Fausto criollo en 1866, a beneficio de los hospitales militares en tiempos de la Guerra del Paraguay (León Benarós proporcionó este dato a modo de primicia, en el prólogo a la edición de EUDEBA ilustrada por Oski – Buenos Aires, 1965).
Pero no siempre cayeron elogios y reconocimientos sobre nuestro
Fausto. Si en su tan minucioso relato Anastasio “el pollo” no distingue ficción de realidad, no es menos cierto que algunos iluminados vieron en él ciertas tergiversaciones e imperdonables errores, que habrán afectado con dolor al incipiente “ser nacional”. Es que decidieron no tener en cuenta que Del Campo solo había escrito un poema, y no un tratado sobre el pelaje de los caballos o una empírica descripción de las costumbres criollas. Según Rafael Hernández (hermano de José), es inconcebible lo del “overo rosao, flete nuevo y parejito”: para los entendidos, la idea de un parejero con pelaje overo equivaldría a la de una vaca con escamas. Tampoco se quedó atrás Leopoldo Lugones, cuando observó que un criollo como el protagonista del poema jamás monta en un “overo rosao”: este tipo de caballo estaba destinado a tareas menos dignas, como tirar el balde en las estancias o servir a los mandaderos. O peor aún: “Ni el gaucho habría entendido una palabra, ni habría aguantado sin dormirse o sin salir, aquella música para él atroz; ni siquiera es concebible que se le antojara a un gaucho meterse por su cuenta en un teatro lírico” (Lugones,
El payador).
Qué importa la credibilidad, si existe una razón poética. Borges prologó el
Fausto criollo en 1946 y en 1969, como defensa a favor de un poema que aún sufría los efectos de los ataques de sus detractores. Nos cuesta creer que en pleno siglo XX y para contrarrestar semejantes observaciones, haya tenido que subrayar que el arte es convencional.
Del Campo perteneció a una familia de unitarios, caída en desgracia en época de Rosas. De muy joven debió salir a trabajar para ganar el sustento, lo que le permitió conocer a los hombres de la campaña, sus costumbres y su manera de hablar. Luego fue soldado y participó en históricas batallas; se refiere su costumbre de saludar militarmente el primer cañonazo. Por experiencia propia sabía mucho de caballos, de pelajes y de hábitos gauchescos, a pesar de las palabras de R. Hernández y de Lugones. Como frecuentaba el “tiatro” de Colón, ostentoso símbolo de status de una Buenos Aires que había roto lazos con la Confederación, se le ocurrió llevar al verso la experiencia de un paisano en semejante lugar. Se dice que todo se originó cuando el 11 de agosto de 1857 fue en compañía de un amigo gaucho, el verdadero Anastasio “el pollo”, a ver una función de
Sapho de Giovanni Paccini con Emmy La Grua. El paisano no supo distinguir si lo que sucedía sobre el escenario pertenecía o no a la realidad y al día siguiente, el inspirado Del Campo publicó en el diario
Los Debates la Carta de Anastasio el Pollo sobre el beneficio de la Sra. La Grua.
Podemos pensar que el argumento de la ópera de Gounod, era mucho más atractivo que el propuesto por Paccini para servir al poema que dio celebridad a su autor. Con la experiencia de la lectura del
Fausto criollo, muchos estaremos de acuerdo con Borges en que su virtud central es el placer que da la contemplación de la felicidad y la amistad (JLB -
Prólogos con un prólogo de prólogos, p. 41. Alianza Editorial, Madrid 1998).