BUENOS AIRES LÍRICA - La experiencia de la opera
 
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Adriana Lecouvreur
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Por Claudio Ratier

Francesco Cilea y Adriana Lecouvreur

Activo en el campo de la docencia, Cilea fue director entre 1916 y 1936 de la casa que durante su juventud lo recibió como alumno: el Conservatorio de Nápoles. Sus primeras experiencias como compositor para el teatro cantado fueron Gina (1889) y Tilde (1892), pero recién conoció el éxito gracias a L’arlesiana (Milán, Teatro Lirico, 27 de noviembre de 1897), ópera con libreto de Leopoldo Marenco sobre un drama de Alphonse Daudet (1872), que contó a su vez con música incidental de Georges Bizet. El personaje de Federico estuvo a cargo del joven Enrico Caruso y el suceso contribuyó a lanzar la carrera del tenor más grande del siglo XX. Es que el nombre del artista está estrechamente ligado a aquel período de la historia de la ópera, como también lo demuestra su participación en el siguiente drama de Cilea: Adriana Lecouvreur.

Adrienne Lecouvreur es originalmente un drama escrito por Eugène Scribe (1791-1861) con la colaboración de Ernest Legouvé (1807-1903). Estuvo dedicado a la célebre Rachel, cuyo lugar en la interpretación del personaje heredó Sarah Bernhardt, y fue sobre esa pieza que Francesco Cilea le encargó a Arturo Colautti la escritura del libreto para su próxima obra. Cosa común durante la composición de una ópera, la trama debió ser simplificada y los cinco actos del original se redujeron a cuatro. Es necesario tener presente que tanto en la obra teatral como en el texto de Colautti no existe un exhaustivo rigor histórico: en el caso de la ópera la trama no es más que una intriga romántica con ingredientes previsibles, pero destinada a una música de alta calidad.

Sobre un texto abundante en situaciones y personajes que contrastan en su delineamiento, Cilea compuso una partitura que se distingue por la inspiración melódica a lo largo de bellos pasajes, que le hicieron merecer su lugar en el repertorio internacional. La sonoridad de la música es brillante y revela cierto afrancesamiento en su carácter, y los ritmos ágiles que acompañan a los momentos exultantes ceden espacio a la melancolía. Al abrirse el telón se plantea la atmósfera agitada que precede a una representación teatral, mientras Michonnet es requerido por sus actores. La intriga se instala con las maquinaciones del Príncipe y el Abate, hasta que la aparición de Adriana nos transporta a un estadio más allá de la realidad mundana. Michonnet la ama en silencio, ella ama al Conde Maurizio de Sajonia, personaje concebido con todo el brillo y heroísmo de los galanes operísticos. Se interpone la Princesa, principal artífice de la trama siniestra y de la muerte de la heroína. El aria con la que hace su presentación en el segundo acto, O vagabonda stella d’oriente, cautiva al oyente por su imponencia y se trata de una de las pocas arias escritas para mezzosoprano en el repertorio de la época. También son célebres las arias de Adriana Io son l’umile ancella, precedida por un texto que debe ser declamado como en el teatro de prosa (Acto I) y Poveri fiori (Acto IV), y las arias de Maurizio La dolcissima effigie (Acto I) y L’anima ho stanca (Acto II). No debemos olvidar el pasaje Ecco il monologo a cargo de Michonnet (Acto I), donde se ponen a prueba las facultades interpretativas del barítono en sus aspectos más sutiles. Hay motivos que sirven para identificar a cada personaje, y sugestivos pasajes instrumentales que transmiten el estado anímico que atraviesa cada uno de ellos, a lo largo de un drama que se destaca entre los tantos que utilizaron el recurso del “teatro dentro del teatro”.

La última creación de Cilea fue Gloria, estrenada en La Scala de Milán en 1907 con dirección de Arturo Toscanini, y levantada tras la segunda representación a raíz del poco suceso. Por consenso general, y los hechos así lo demuestran, Adriana Lecouvreur es la más sobresaliente de todas sus creaciones

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