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Francesco Cilea
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Por Claudio Ratier


La generación posverdiana

En años que precedieron al estreno de la última creación de Giuseppe Verdi, Falstaff (Teatro alla Scala de Milán, 1893), se impuso en la escena lírica italiana una nueva generación de compositores. El primer paso le correspondió a Pietro Mascagni con su Cavalleria rusticana (Teatro Costanzi de Roma, 1890), seguido por Ruggero Leoncavallo con Pagliacci (Teatro Dal Verme de Milán, 1892). Fueron ellos quienes presentaron al mundo una nueva concepción del drama cantado, conocida como verismo.

Esta forma de concebir la ópera es reflejo del clima de su tiempo en más de un sentido. En lo inmediato tuvo su antecedente en la corriente literaria del mismo nombre, que se manifestó en la ciudad de Milán durante el último cuarto de siglo y en la que se dieron cita escritores de toda la península. Fueron herederos del naturalismo francés, con su principio de que el escritor debía reflejar objetivamente la realidad, aún en sus aspectos más crudos, y atender especialmente a las clases sociales más humildes. Esto de ninguna manera fue ajeno al espíritu positivista de la época, cuya total confianza en la ciencia descansaba en la idea de infalibilidad de los métodos de investigación. A semejanza de un científico, el escritor debía analizar rigurosamente los aspectos concretos de la vida de los seres humanos en el medio social, y, cosa hoy muy discutible, reflejarlos en su obra con objetividad. Los principales veristas de la literatura fueron los sicilianos Luigi Capuana y Giovanni Verga, autor este último de Cavalleria rusticana (1880, podemos traducir el título como Caballerosidad campesina), nouvelle que inspiró a Targioni-Tozetti y Menasci el libreto de la ópera de Mascagni.

Regresamos a la música para señalar que el verismo abrió la escena a personas sencillas, que en remotas comarcas (una aldea siciliana, o calabresa) atravesaban encendidos dramas pasionales que se resolvían de manera trágica y violenta. Los caminos de esas vivencias corrieron por fuera de aquella épica y aristocrática grandeza a la que el público, salvo en muy contadas excepciones, estaba habituado (es común considerar a Carmen de Bizet como una suerte de precursora de lo que describimos). Con acentos a menudo desgarradores, la expresión vocal propuesta en estos dramas privilegió el desahogo de las pasiones antes que el cuidado de la línea de canto, rasgo que con una escucha superficial de las dos óperas fundacionales sobresale con claridad (los intérpretes que enriquecieron a la ópera del período se destacaron por ser declamadores muy eficaces, aunque no siempre poseedores de técnicas vocales depuradas al estilo belcantista). Pero a pesar de ese característico tratamiento de las voces, no podemos decir que el verismo tenga en materia musical rasgos propios que lo definan. En cambio, estamos en condiciones de aseverar que como innegable producto del siglo XIX, es una consecuencia del romanticismo en su fase última. Y en cuanto a esa particularidad igualmente fácil de identificar a primera audición, que es la ausencia de los números cerrados de la ópera tradicional (recitativos, arias con cabalette, finales concertados) y la resultante continuidad dramático-musical, no es más que el aprovechamiento de los frutos de una búsqueda emprendida por muchos compositores en distintos países, y que entre los italianos Verdi dominó por completo en su etapa de madurez. Así que de ninguna manera nos encontramos ante una ruptura con lo precedente en materia musical, sino ante la instalación de una dramaturgia centrada en cierto tipo de personajes y situaciones, ajena a la grandeza que por tanto tiempo predominó en la temática operística. El verismo necesitaba derramar mucha sangre en escena, pero esa sangre debía ser plebeya.

En síntesis, el verismo es definido por un tipo de temática mediante la cual buscó afirmar sus valores propios. Justa expresión de una nueva generación de compositores que conquistó su espacio en el ocaso de la era verdiana, más allá de la dupla Mascagni-Leoncavallo tuvo como máximo exponente a Giacomo Puccini. Pero aquí nos topamos con un problema, porque su caso pone en evidencia lo débil que se muestra el hecho de definir como veristas a todos los compositores italianos surgidos entre finales del siglo XIX y comienzos del XX: la obra pucciniana no siempre atiende a los nuevos postulados. El primer éxito de Puccini fue Manon Lescaut (Teatro Regio de Turín, 1893), cuya temática antes que verista es romántica. Encontramos empatías con el verismo en Tosca o en Il tabarro, pero no podemos decir lo mismo con respecto a Turandot. Lo cierto es que por la solidez de su formación, su cultura musical y su infalible sentido dramático, Puccini ensombrece a sus contemporáneos, al extremo de que varios de ellos nos resultan hoy desconocidos.

En realidad, y como los regueros de sangre a veces no son interminables, el verismo en sus postulados originales se agotó muy rápido: así lo evidencia la producción posterior de quienes dieron impulso a la corriente. Es el caso del mismo Mascagni, autor además de L’amico Fritz o Isabeau, entre tantas otras óperas que nada tienen que ver con aquella que lo lanzó a la fama y cuya repercusión jamás pudo igualar. Si se define como veristas a esos artífices de la era posverdiana, que de una u otra manera encaminaron a la ópera italiana hacia la modernidad, más que por rigurosa exactitud se debe a una cómoda costumbre. Con estos datos podemos reflexionar y decir que antes que máximo exponente de una tendencia que superó en forma amplia, Puccini no fue ni más ni menos que el más sobresaliente de los compositores italianos de su generación. Puede verse en su obra una síntesis entre romanticismo y modernidad: basta con apreciar una creación como La fanciulla del West, para comprobar los campos a los que le permitió acceder su bagaje de conocimientos.

Si un compositor contemporáneo de Giacomo Puccini logró trascender sin llamarse Mascagni o Leoncavallo, habrá sido por ser dueño de un talento e ideas que lo diferenciaron de la mayoría. Fue el caso del calabrés Francesco Cilea (Palmi, 1866 - Varazze, 1950). (Otro caso notable, en el que hoy no nos detendremos, fue el de Umberto Giordano.) Antes de pasar al tema de su Adriana Lecouvreur, tan distante de las propuestas que inauguraron el verismo, nos asomaremos a los personajes históricos que inspiraron a la pareja protagónica.
 

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