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Escándalos romanos


“¡Roma libre!”, gritaron por las calles los conjurados que perpetraron el asesinato de Calígula al sorprenderlo en un corredor del teatro. La escena provocó desconcierto: los ciudadanos, temerosos de que se tratase de una estratagema del tirano para desenmascarar y ajusticiar a sus detractores, se contuvieron de sumarse al festejo. Pero lo cierto es que el imperio acababa de ser liberado de uno de sus más crueles gobernantes –aunque no el peor–, y se desató la confusión. Fue una noche en la que corrió mucha sangre, incluida la de importantes ciudadanos que nada tuvieron que ver con el crimen, hasta que todos comenzaron a entrar en razones y llegaron a la conclusión de que el hecho era justo: por fin habían acabado con un personaje detestado tanto por el senado como por el pueblo.

Ahora, imaginen lo siguiente. Con toda razón, la familia real teme correr la misma suerte. Un soldado de la guardia pretoriana entra en una de las estancias del palacio y encuentra escondido a un hombre desesperado por el miedo, que al ser descubierto se echa a sus pies y le implora que por favor no lo mate. El pretoriano, desconcertado, le dice: “No vengo a matarte, sino a anunciarte que eres el nuevo emperador de Roma”. El sujeto en cuestión era Claudio (Lugdunum, 1 de agosto de -10; Roma, 13 de octubre de 54), el tío de Calígula.

El nuevo emperador no era un individuo común bajo ningún punto de vista. (Muchos tendrán en mente la novela de Robert Graves, “Yo, Claudio”, llevada a la pantalla de TV con Derek Jacobi como protagonista). Retraído, con una salud frágil y obstinadamente juzgado como un idiota (su propia madre, ocasionalmente solía decirle a alguno que otro “eres más estúpido que mi hijo”), fue acaso un hombre que nació en el sitio equivocado: era un intelectual educado en el seno de las intrigas del poder. Le importaba más estudiar, cultivarse y escribir, que los asuntos que desvelaban a su familia, aunque, cuando le llegó el turno y a pesar de todo, no fue un mal gobernante. Acerca de su “estupidez”, se ha llegado a la conclusión de que la historia tocó los límites de la exageración. Claudio fue un emperador que ejerció el poder con justicia, se preocupó por la cultura, las obras públicas y la abolición de la tortura, y no dilapidó el erario público. Pero sin intrigas de poder, hechos de sangre y escándalos, Roma nunca podría haber sido Roma, y el mejor intencionado de los gobernantes se convertía en un títere, de su última mujer, de sus subordinados. Quizá como causa de una idea de igualdad, durante el gobierno de Claudio los libertos cesáreos pasaron a ocupar un lugar importante en la sociedad, al punto de intervenir en decisivos asuntos de gobierno. Dos de ellos, Narciso (primer ministro) y Pallante (presidente del fisco), no solo amasaron una dudosa fortuna, sino que actuaban con una total impunidad, al punto de falsificar documentos con la firma del mismo emperador, ordenando, por ejemplo, ejecuciones a diestra y siniestra. No faltó la criteriosa opinión pública que decía “a Roma la gobiernan los libertos”.

Y la cuarta y última esposa de Claudio fue su sobrina Agrippina, hermana de Calígula. Bella, sumamente calculadora y lujuriosa –aunque mucho menos que su antecesora Messalina, asesinada en medio de una intriga por el bien del imperio–, tuvo como meta que su hijo Domizio, nacido de un matrimonio anterior y conocido como Nerón, fuese el sucesor al trono. De ella se decía que era la verdadera gobernante de Roma y luego de envenenar a su esposo, hizo designar emperador a su hijo. El desgraciado Claudio murió a los sesenta y cuatro años y había sido emperador durante catorce. Nerón se casó con Ottavia pero al poco tiempo se enamoró de Poppea Sabina, hija de una dama romana del mismo nombre que años atrás había sido mandada a asesinar por Messalina. Pero se le oponían dos obstáculos ante esta mujer: su esposa y su madre. Luego de divorciarse de la primera (poco después vendría la orden de matarla), no dudó en hacer asesinar a la segunda y Poppea fue emperatriz. El monstruo, con debilidad por la poesía, la declamación y el canto, para desgracia de quienes debían sufrir sus demostraciones, y piromaníaco por antonomasia, fue el peor de todos los gobernantes que debió soportar Roma.

Gran parte de esta suma de intrigas sirvió como inspiración para el texto de la ópera que disfrutaremos esta noche.

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