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Buenos Aires Lírica continúa su temporada con “Lucrezia Borgia” de Gaetano Donizetti, una ópera no tan frecuentada en el repertorio local, que permite reflexionar sobre el particular mundo del ‘melodramma’ italiano de comienzos del siglo XIX. Por Luciano Marra de la Fuente.

Los vaivenes que tiene el repertorio operístico siempre son motivo de reflexión. ¿Por qué determinadas obras de ciertos autores son consagradas dentro del canon y por qué otras se excluyen? Si mencionamos, por ejemplo, Gioacchino Rossini, Pietro Mascagni y Georges Bizet, las óperas que surgen de inmediato serán, respectivamente, Il barbiere di Siviglia, Cavalleria rusticana y Carmen. Tal vez en una segunda instancia aparecerán La cenerentola, L’amico Fritz y Los pescadores de perlas, pero siempre habrá una selección que dejará de lado su nutrida producción y se unirá el nombre del compositor a un grupo ínfimo de óperas.

Una maquinaria sin descanso

El alto número de óperas que integran el catálogo de Donizetti, relacionado con la cantidad de años en los cuales las produjo —un lapso de veintisiete años que va desde Il Pigmalione (escrita en 1816 aunque estrenada póstumamente) a Don Sebastián, rey de Portugal (1843)—, revela un sistema de producción en el cual el compositor estaba inserto, al igual que todos sus colegas contemporáneos, su maestro Giovanni Simone Mayr, Luigi Cherubini, Gaspare Spontini, el mismo Rossini, Saverio Mercadante, Giovanni Pacini o Vincenzo Bellini, entre tantos otros.

Para satisfacer la demanda incesante de los muchos teatros que poblaban la península itálica, toda esa generación de compositores hacía uso de una serie de convenciones literarias, musicales y teatrales que se daban cita en el melodramma italiano y la ópera bufa de comienzos del siglo XIX. Esas convenciones, que llegaron a ser fórmulas estandarizadas, fueron necesarias tanto para generar una gran cantidad de obras nuevas como para que su interpretación y circulación entre los teatros no resultaran tan difíciles de llevar a cabo. Lo importante era que la música que llenara esas fórmulas fuera, al decir del musicólogo William Ashbrook, fresca y dramáticamente apropiada más que novedosa o innovadora.

Hacia 1833, Donizetti era un compositor bastante requerido dentro del territorio italiano, tanto para componer nuevas óperas como para supervisar las reposiciones de obras anteriores. Ese año —tal como lo describe la especialista Mary Ann Smart— pasó tres largos períodos en diferentes ciudades, componiendo y estrenando cuatro nuevas obras: Il furioso all’isola di San Domingo y Torquato Tasso en Roma, Parisina en Florencia y Lucrezia Borgia en la Scala de Milán. También supervisó una nueva producción de Il furioso en la Scala —para la cual compuso tres nuevos números y cambió parte de la orquestación—, revisó Fausta (1832) para ser representada en Venecia y comenzó a negociar la composición de Rosmonda d’Inghilterra, que se estrenaría el año siguiente en Florencia.

La idea de trasladar a la escena operística Lucrèce Borgia, la obra teatral de Victor Hugo basada libremente en la princesa italiana, fue del propio Donizetti, aunque su libretista Felice Romani no estaba del todo convencido. Estrenado en febrero de 1833, el drama teatral fue escrito seis meses después de la prohibición de El Rey se divierte, la base teatral de Rigoletto (1851) de Giuseppe Verdi. Victor Hugo, en el prefacio de la obra publicada, ve un paralelismo entre los dos dramas: si en la primera la deformidad física se veía santificada por la paternidad, en la segunda es la maternidad la que purifica la deformidad moral de su protagonista.

Más allá de que el tema era perfecto para la composición de una nueva ópera, la trama tendría resistencia en algunas ciudades italianas, donde la censura preponderante vería con malos ojos que en el desenlace cinco personajes murieran envenenados y por la descripción cruel de una figura histórica, hija de un Papa, que aún tenía descendientes vivos. Así, la ópera siguió su curso en los teatros italianos bajo los nombres de Eustorgia da Romano, Alfonso, duca di Ferrara, Giovanna I di Napoli o Nizza di Grenada. Para la nueva producción de 1845 en París, sería bautizada La rinnegata, ambientada en Turquía, porque Victor Hugo inició acciones legales por la utilización del drama sin su consentimiento.

Desviaciones convencionales

Uno de los factores decisivos para el éxito de las obras de este período era la mutua cooperación entre el compositor y los cantantes. En los ensayos de Lucrezia Borgia, la prima donna Henriette Méric-Lalande tuvo problemas con Donizetti sobre todo con los aspectos que más se desviaban de la tradición de las piezas para su lucimiento. Una de las objeciones fue que su entrada era cantando sólo una romanza “Com’è bello”, en lugar de una aria en movimientos contrastantes (cavatina, tempo di mezzo y cabaletta), encima de estar enmascarada. La soprano pensaba que tal vez el público no la reconociera. La idea dramática de pasar desapercibida en medio del carnaval, incluso eludiendo la tradición musical, aumenta el golpe de efecto que tiene la escena concertante final del prólogo donde se conoce su verdadera identidad.

Donizetti tuvo que ceder al pedido de su primera protagonista de escribir un aria final brillante, “Era desso il figlio mio”, dejando de lado cualquier argumento dramático. La prima donna, al fin y al cabo, cobraba por temporada nueve veces el sueldo que él por componer una ópera. Para la reposición de 1840 en la Scala, Donizetti reelaboraría esa escena final, agregando un arioso para Gennaro desfalleciente en los brazos de su madre Lucrecia y generando una escena de intenso dramatismo. El compositor, de todas maneras, tuvo que negociar con la prima donna de turno, Erminia Frezzolini, concediéndole la cabaletta “Si, voli il primo a cogliere”, faltante en el prólogo.

Más allá de estas particularidades, es notable el progreso dramático que tiene el personaje de Lucrecia, tanto en partes solistas como en escenas de conjunto. Es en ellas donde el compositor hace la diferencia al darle el sentido dramático apropiado a las fórmulas preestablecidas y enfatizando los elementos melodramáticos, característicos del Romanticismo. El terzetto con el cual finaliza el primer acto es un digno ejemplo de ello, donde se contraponen los sentimientos de Lucrecia, Gennaro y Alfonso. Esta idea de la teatralidad incipiente de los conjuntos sería tomada por uno de los asistentes al estreno de la ópera, el joven Giuseppe Verdi, que, a sus veintiún años, lo marcaría en su vocación. El desarrollo de esa teatralidad del bel canto presente en Lucrezia Borgia fluiría, como un veneno, en generaciones posteriores.

 
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