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"Fidelio" en el Teatro Avenida: El ocaso de los tiranos
Por Ernesto Castagnino
TIEMPO DE MÚSICA, Abril 2010

La presencia de voces destacadas y un atractivo planteo visual permitieron disfrutar sólo algunas de las virtudes de la única obra escénica compuesta por Ludwig van Beethoven.

FIDELIO, singspiel en dos actos de Ludwig van Beethoven. Función del domingo 11 de abril de 2010 en el Teatro Avenida, organizada por Buenos Aires Lírica. Dirección musical: Guillermo Brizzo. Puesta en escena: Rita De Letteriis. Escenografía y vestuario: Daniela Taiana. Iluminación: Alejandro Le Roux. Director de coro: Juan Casasbellas. Elenco: Carla Filipcic Holm (Leonora), Peter Svensson (Florestan), Hernán Iturralde (Rocco), Homero Pérez-Miranda (Don Pizarro), Ana Laura Menéndez (Marzelline), Gustavo De Gennaro (Jaquino), Leonardo Estévez (Don Fernando), Julián Zambó y Lucas Somoza (Dos prisioneros). Orquesta y Coro de Buenos Aires Lírica.

“Una espléndida aurora” es como G. W. F. Hegel describe a la Revolución Francesa en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal , aunque no siempre sostuvo una  valoración tan positiva del hecho revolucionario, como puede apreciarse en distintos pasajes de la Filosofía del Derecho . Tal vez la madurez y el paso del tiempo fueron enfriando el apasionado optimismo de los años de juventud. Algo similar plantea el director de orquesta y musicólogo John Eliot Gardiner cuando compara las diferentes versiones de la única obra dramática de Ludwig van Beethoven.

Al detenerse en los cortes y modificaciones introducidas por el compositor entre la versión inicial estrenada en 1805 con el nombre de Leonore y la revisión final de 1814 denominada Fidelio, Gardiner señala que respecto del original, la versión definitiva aparece como menos entusiasta y más reposada en relación a los ideales libertarios. Pero más allá de estas sutilezas, la versión de 1814 —la que el público conoce exceptuando algunas aisladas representaciones y grabaciones de las Leonore de 1805 y 1806— transmite indudablemente esa celebración del triunfo de la Razón y la realización de la Libertad como derecho inalienable, tan propias del idealismo alemán.

Beethoven eligió el género del singspiel para componer su única obra dramática, género que sustituye los recitativos por partes habladas, con el fin de que el público pueda seguir la trama sin dificultad. Al optar por este género —que tiene como antecedente inmediato a Wolfgang Amadeus Mozart con El rapto en el serrallo (1782) y La flauta mágica (1791)—, Beethoven se inscribe en una tradición que tiende a instaurar un teatro musical popular y de raíces germanas, tradición que comparte con su contemporáneo Carl Maria von Weber, autor de El cazador furtivo (1826).

Con El rapto en el serrallo de Mozart, Fidelio comparte además el hecho de ser una ópera “de rescate” —otro ejemplo es Lodoïska de Cherubini —, en la cual el desarrollo dramático se basa en la liberación heroica del amado o la amada de su cautiverio. En el caso de Fidelio, los libretistas Joseph F. Sonnleithner, Stephan van Breuning y Georg Friedrich Treitschke, trabajaron en la adaptación de la obra del francés Jean-Nicolas Bouilly, en un crescendo dramático que culmina con la caída del Tirano y la celebración de la Libertad y la Fraternidad.

Desde el punto de vista musical, Beethoven utiliza la misma plantilla orquestal que en sus sinfonías, otorgando a la partitura una suntuosidad y densidad orquestales inéditas en su época. Esto obligó a los cantantes a aumentar la potencia y el volumen, dando como resultado una vocalidad dramática, orientada a proyectar y transmitir el drama del personaje, alejándose de la austeridad que impuso la reforma de Gluck, pero mucho más aún de los preciosismos ornamentales propios del barroco.

Si la dirección escénica es una propuesta de lectura que el director hace de una obra y que a su vez quiere transmitir al público como su interpretación personal entre muchas otras posibles, la regiseusse Rita De Letteriis nos demostró —una vez más— cómo se malogra una producción cuando no existe ni una lectura ni una interpretación personal. La poco inspirada dirección escénica de De Letteriis desembocó en una versión rutinaria, sin brillo y por momentos aburrida de una ópera que de por sí no posee un dinamismo teatral desbordante y que requiere de algunas estrategias creativas para que resulte atractiva al público actual. Las marcaciones actorales parecían por momentos reproducir esas viejas postales y grabados de la época a través de las cuales nos han llegado la estética y gestualidad propias de las producciones del siglo XIX.

A pesar de tanto estatismo, pudieron sobresalir la correcta escenografía y el excelente diseño de vestuario de la talentosa Daniela Taiana. Moviéndose dentro de una propuesta clásica y una paleta de colores de monocroma y sobria elegancia —distintos matices del gris en la escenografía y distintos matices del marrón en el vestuario— Taiana demostró una vez más su gran capacidad para plasmar una propuesta visual de muy buena factura, con resultados destacables en el efecto de las diferentes texturas y tramas del vestuario. Muy en sintonía con la propuesta visual resultaron los climas de inspiración expresionista que logró Alejandro Le Roux con la iluminación.

En el equipo vocal se destacó la solvencia y expresividad de la soprano Carla Filipcic Holm en un rol de enorme complejidad tanto dramática —Fidelio es una mujer disfrazada de hombre que debe transmitir una verosímil masculinidad ya que ha logrado hacer creer a todos que es un hombre al punto de haber despertado el amor de Marzelline— como vocal —grandes saltos interválicos, instrumentación con fuerte presencia de los metales que obliga a empujar la voz, etc. Filipcic Holm posee una voz de cuerpo y espesor dramático para hacer frente a las dificultades del rol, aportando además un fraseo y una dicción alemana impecables. No puede decirse lo mismo del discreto Florestan cantado por Peter Svensson, quien presentó una afinación errática y un timbre no siempre agradable.

Entre las voces graves, el bajo-barítono Homero Pérez-Miranda creó con nobles acentos y oscuro timbre a un Pizarro siniestro y malvado, mientras que Hernán Iturralde puso su voz homogénea y bien proyectada al servicio del paternal Rocco. Cumplieron con corrección Ana Laura Menéndez como Marzelline, Gustavo De Gennaro como Jaquino y Leonardo Estévez como Don Fernando.

La dirección musical de Guillermo Brizzio no alcanzó el nivel de otras actuaciones al frente de esta orquesta. Hubo que lamentar demasiados desencuentros entre el foso y el escenario y algunos concertantes que no lograron el nivel de empaste necesario.

En definitiva, lo que no permitió una correcta amalgama de las fuerzas vocales, instrumentales y escénicas fue la ausencia de un proyecto común en el que todos creyeran y al que suscribieran con pasión. Cuando ese entusiasmo y entrega están presentes, y cuando el director es capaz de inspirarlos, el público lo advierte y el resultado es contundente. La apoteosis final con el coro, que siempre hace erizar los pelos por las proporciones épicas y sinfónicas que alcanza el genio de Beethoven, fue en esta oportunidad sólo un correcto cierre que careció del aroma de esa “espléndida aurora” que tanto entusiasmó a aquella generación de artistas y pensadores.

 
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