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El non plus ultra del belcanto

Por Claudio Ratier

La palabra belcanto (a veces se lee bel canto) cobró con los siglos un predicamento tan grande, que se ha convertido en sinónimo de ópera italiana sin fronteras en el tiempo. Aunque se la suela emplear para hacer designaciones erróneas, con certeza es asociada inmediatamente a los tres compositores que dominaron durante el primo ottocento: Gioachino Rossini (1792-1868), Vincenzo Bellini (1801-1835) y Gaetano Donizetti (1797-1848). Pero, en definitiva, ¿qué es el belcanto? Para buscar una respuesta es necesario echar un vistazo a la historia. El belcanto fue una escuela y como tal tuvo una cuna: la ciudad de Nápoles. La palabra es sinónimo de canto virtuoso, ornamentado, de bravura, y, ocasionalmente, su elegancia a veces excesiva termina convirtiéndose en un fin en sí mismo. Expresado en pocas palabras, “el canto por el canto”. El belcanto napolitano, llamado en sus albores buon canto, se afirmó en la segunda mitad del siglo XVII y se considera a Alessandro Scarlatti (1660-1725) su exponente más representativo, al punto de atribuírsele la paternidad de la escuela, designio que en realidad corresponde a Francesco Provenzale (1626-1704). El belcanto se manifestó tanto en la ópera como en la cantata (tipo de composición que constaba de una sucesión de recitativos y arias; de manera simplista, algo así como una ópera breve sin dispositivo escénico). Su momento de esplendor fue el período barroco y su influencia resultó tan grande, que tocó no sólo a los compositores de toda la península itálica, como el veneciano Antonio Vivaldi (1678-1741), sino a extranjeros como George Frideric Handel (1685-1759), quien lo llevó más allá de los Alpes. Los intérpretes centrales de esta clase de arte vocal fueron los castrati, definidos por Harold Schonberg como los primeros virtuosos de la historia de la música, capaces de proezas canoras que hoy resultarían imposibles y sin las cuales esta escuela omnipresente no hubiese sido factible.

La poderosa influencia del belcanto no le fue ajena a otro compositor extranjero como Wolfgang A. Mozart (1756-1791), y con la mencionada trilogía del primo ottocento, alcanza su non plus ultra. Es fácil caer en la tentación de colocar a estos tres músicos dentro de una misma bolsa, pero no tanto establecer las diferencias. Rossini sobrevivió muchos años a Bellini y a Donizetti. Su alma estaba colocada en el siglo anterior y sus óperas traslucen permanentemente la herencia de esa plétora musical desplegada durante el settecento, pero con su última obra destinada a la escena, Guillaume Tell (1829), señala nuevos horizontes y decide retirarse. Con este paso al costado cede lugar a los otros dos compositores, más jóvenes que él por poca diferencia de años. Ellos serán los encargados de sentar las bases de una dramaturgia musical (naturalmente, el gran aporte rossiniano no queda de lado), sin la cual la obra de Giuseppe Verdi (1813-1901) no hubiese sido posible. El canto melódico siempre estará ubicado en primer plano, las intenciones por desarrollar una auténtica tensión dramática no descartarán el virtuosismo vocal, rico en el arte de la ornamentación (coloratura), y, con sus diferencias, pasarán a ser los creadores más importantes de ese período que separa a Rossini de Verdi. Transmisor de la esencia de la melodía como pocos, Bellini fue un profundo conocedor de la música de Haydn y Mozart, lo que se revela en su delicado y a menudo vapuleado e incomprendido acompañamiento orquestal. También con su impronta clásica, que no descarta la influencia de Beethoven, Donizetti colocará mayor énfasis en la orquesta, pero, siempre, el canto melódico conducirá la acción. Rossini con Guillaume Tell, y Bellini y Donizetti a lo largo de toda su producción, fundarán ese romanticismo “a la italiana” donde lo clásico se encuentra con ideas nuevas. La visión italiana de lo romántico fue muy particular y distinta a la concepción que se tuvo en Alemania o en Francia, los países donde el movimiento nació y cobró fuerza. Para complementar esta idea tengamos en cuenta que los primeros indicios de lo que con los siglos se conocería como “romanticismo” se manifestaron en la alta edad media, con la poesía cantada de los trovadores del Languedoc y de los Minnesinger alemanes. Ellos fueron los primeros en hacer del amor un ideal y un juego de sociedad.

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Gaetano Donizetti

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